En el seno de Naciones Unidas, poner negro sobre blanco los nombres y apellidos de buena parte de las mayores corporaciones del mundo ligadas a la extensión del capitalismo colonial que hace negocios arrasando las vidas de miles de personas, representa un paso extraordinariamente relevante.
Artículo de Pedro Ramiro y Juan Hernández Zubizarreta publicado en El Salto Diario
Siempre presentes como anunciantes, garantes del crecimiento y el empleo, o directamente incrustadas en sus consejos de administración, no es habitual encontrar menciones negativas a las grandes empresas en los principales medios de comunicación. Los impactos socioecológicos de sus negocios, las relaciones con regímenes autoritarios, las operaciones en zonas de conflicto, las ganancias que se incrementan al mismo ritmo que la criminalización de la protesta y las violaciones de derechos humanos suelen enmascararse en referencias genéricas al “sector privado” o a casos aislados que, como se quiere demostrar, no pongan en cuestión al conjunto del empresariado. Si es difícil leer que Acciona es la protagonista de la trama de corrupción que hoy acorrala al Gobierno español, no digamos ya confirmar que todas las grandes constructoras aplican un modus operandi similar.
El informe de la relatora de Naciones Unidas para los territorios ocupados de Palestina, Francesca Albanese, publicado hace unos días, ha trastocado este paradigma. CAF, una de las empresas citadas en dicho informe por lucrarse con la construcción de líneas de tranvía entre Jerusalén y los asentamientos ilegales de colonos en los territorios palestinos, ha abierto noticieros y portadas en la mayoría de medios vascos. Concretando su papel no solo en la economía de la ocupación sino en la del genocidio, el informe de la ONU ha puesto cara y ojos a las grandes compañías que se lucran con la aniquilación del pueblo palestino. Unas son ejecutoras del exterminio, otras colaboradoras y algunas más cooperadoras necesarias: todas ellas, en mayor o menor medida, son esenciales para sostener una masacre que no podría ejecutarse sin su concurso, del que además obtienen unos dividendos muy importantes.
El trabajo liderado por la relatora marca un antes y un después. No solo porque menciona a medio centenar de grandes empresas, sino porque analiza la impunidad sistémica con la que estas se mueven. En el seno de Naciones Unidas, poner negro sobre blanco los nombres y apellidos de buena parte de las mayores corporaciones del mundo —entre otras: BP, Chevron, Volvo, Amazon, Google, AirBnB, Carrefour—, ligadas a la extensión del capitalismo colonial que hace negocios arrasando las vidas de miles de personas, representa un paso extraordinariamente relevante. No en vano, en los últimos 25 años la referencia central para el (supuesto) control de las empresas transnacionales en la ONU ha sido el Global Compact: una colección de principios voluntarios sobre derechos laborales, medio ambiente, corrupción y derechos humanos suscritos por las grandes empresas globales, con la que se demuestra que la autorregulación empresarial nunca ha pasado de ser un mero ejercicio de greenwashing.
La gran contradicción de la ONU, que trasciende la labor de la relatora, es que su legitimidad pública para denunciar la impunidad de las transnacionales (en un informe) choca con la ausencia de mecanismos de control efectivos para poder acabar con esa situación (en los tribunales). Tres décadas impulsando normas de derecho blando, acuerdos de “responsabilidad social” y principios de diligencia debida, como reconoce Albanese en su informe, son claramente insuficientes para servir de contrapeso al poder de los negocios corporativos que violan el derecho internacional. De hecho, ese ha sido precisamente el objetivo de los lobbies y las asociaciones empresariales: utilizar el paraguas de Naciones Unidas para ganar legitimación social, evadir la exigencia de responsabilidades y seguir ampliando sus operaciones de la mano de gobiernos, universidades y ONG.
Eso es lo que el informe sobre la economía del genocidio ha venido a revolver. El paradigma de la inversión extranjera directa, los “negocios inclusivos” y las alianzas público-privadas como generadores de progreso y bienestar, promovido por las principales agencias de la ONU desde los años noventa, se ha quebrado en Palestina. Y con ello, ha vuelto una pelea que nunca se fue: la disputa político-jurídica sobre cómo regular las actividades de las corporaciones transnacionales. De Buenos Aires a Basauri, pasando por Ginebra, llegamos a Gaza.
Hace una semana, una jueza de Nueva York decretó que Argentina deberá entregar el 51% de la compañía YPF a varios fondos de inversión. Justo es la mitad más uno de las acciones de la petrolera que pertenece al Estado argentino desde que en el año 2012 esta compañía, entonces propiedad de Repsol, fuera nacionalizada por el gobierno de Cristina Fernández. A pesar de que en su momento la multinacional española cerró un acuerdo por el que fue indemnizada con 5.000 millones de dólares, esta sentencia pasa por encima de la legislación del país y desconoce la constitución argentina para revertir aquella decisión. Lo que viene a ser, básicamente, un proceso de reprivatización por la vía judicial.
“Un disparate jurídico y una intolerable intromisión sobre nuestra soberanía”. Así lo ha calificado Axel Kicillof, actual gobernador de la provincia de Buenos Aires y ministro de Economía cuando se produjo la expropiación de YPF. Una declaración que, más allá del color político y las tradiciones partidarias de cada cual, firmaría casi cualquier gobernante a nivel mundial. En la ley del embudo del arbitraje internacional, todo pasa siempre por defender los intereses de “nuestras empresas”. El Estado español ha apoyado las demandas de grandes multinacionales como Repsol y Telefónica ante los tribunales internacionales de arbitraje cuando los gobiernos de otros países han lesionado sus intereses, pero ha recurrido las sentencias de esos mismos tribunales privados cuando han fallado a favor de los fondos de inversión extranjeros en las demandas por la expansión de las renovables. Por la misma razón, España ha denunciado el Tratado de la Carta de la Energía a la vez que está promoviendo la firma del acuerdo UE-Mercosur.
Las obligaciones extraterritoriales, cuando se trata de defender los intereses del poder corporativo, suelen funcionar bastante bien. Los derechos de las transnacionales se protegen a través de una arquitectura jurídica a escala internacional, con miles de reglas de comercio, acuerdos de inversión y hasta tribunales específicos. Es un derecho duro que cuenta no solo con regulación ad hoc, sino también con mecanismos y órganos efectivos para la defensa de los negocios empresariales. “Los Estados proporcionan las herramientas legales que usan los abogados y ofrecen su aparato de ejecución de la ley para hacer cumplir los derechos del capital”, concluye Katharina Pistor en El código del capital.
La evolución del derecho internacional desde mediados del siglo pasado, como viene a ilustrar el caso de YPF, es la historia de la asimetría normativa. Así, mientras se han ido perfeccionando los instrumentos jurídicos para la protección del poder corporativo, se han rebajado y suavizado los mecanismos para controlar a las transnacionales. De ahí que un tribunal pueda revertir la decisión soberana de un país sobre sus sectores estratégicos, pero no pueda impedir el comercio de armas con un Estado genocida. Aunque sobre esto último, en realidad, hay mucho más margen de actuación de lo que parece.
La semana pasada, a la vez que se hacía público el informe de la ONU, diferentes organizaciones de derechos humanos y la comunidad palestina de Catalunya denunciaban que un cargamento de acero estaba esperando en el puerto de Barcelona para embarcar con destino a la industria militar de Israel. Con origen en las plantas de Sidenor, compañía vasca con sede en Basauri, el envío tenía que ser recogido por la naviera ZIM para ser entregado en Haifa a una filial de la empresa Elbit Systems, proveedora de armamento al ejército israelí. La querella de las organizaciones sociales, en línea con las demandas que la campaña BDS trasladó a las autoridades de Turquía el mes pasado cuando otro barco de la misma compañía hizo el mismo trayecto, exigía el bloqueo de la carga en cumplimiento del derecho internacional. Pero la jueza de guardia de Barcelona, que tenía herramientas legales para hacerlo, no consideró oportuno registrar el buque y requisar el acero.
El Informe Albanese aborda de manera clara esta asimetría. Poniendo el foco en las 48 empresas citadas por la relatora, ciertamente no hay capacidad para concretar la extraterritorialidad respecto a su responsabilidad en la comisión de crímenes internacionales. No es que no exista ninguna posibilidad, porque en algunos ordenamientos jurídicos nacionales hay grietas por las que interponer demandas a las grandes corporaciones —véase, en Países Bajos, la querella contra Booking por sus negocios en Palestina—, pero desde un punto de vista estructural las dificultades son múltiples.
A pesar de que existe, tal y como ha indicado Francesca Albanese, una “base sólida para establecer la responsabilidad civil y penal de las corporaciones que facilitan crímenes de lesa humanidad”, hasta ahora apenas hay ejemplos en los que hayan prosperado las exigencias legales para vincular tanto a las empresas como a sus directivos por las violaciones de derechos humanos. También es verdad que, en la práctica, no hay ninguna ventanilla jurídica a la que dirigir estas demandas. La cuestión fundamental, en contraste con la fuerza de la armadura jurídica de la lex mercatoria, es que sigue habiendo un enorme hueco en el derecho internacional por donde se escapa la responsabilidad realmente existente de las grandes corporaciones.
A este estado de cosas han contribuido las restricciones que paulatinamente se han ido incorporando en las legislaciones nacionales, con las sucesivas reformas de la jurisdicción universal como uno de los máximos exponentes. Y sobre todo, en los organismos internacionales, la adopción de instrumentos de soft law que ha ido taponando otras posibilidades normativas más potentes. La fragilidad de los Principios Rectores sobre empresas y derechos humanos de la ONU, mucho más afines a las memorias de las consultoras privadas que a las auditorías de la inspección pública, no admite comparación alguna con el blindaje de los tratados comerciales y los acuerdos de protección de las inversiones.